miércoles, 13 de enero de 2010

Después del Nihilismo - Idea para una política del desencanto

Cien años antes de la caída del muro de Berlín y del término de los socialismos reales, Nietzsche se encargó de extender el certificado de defunción de dios y anunciar el nihilismo, que se apoderaría de Europa.
En ese contexto, los grandes relatos del siglo XX no eran más que paliativos que buscaba occidente para ignorar la muerte de dios y su consecuente nihilismo, su consecuente descreimiento en toda clase de valores trascendentes.
El marxismo, el comunismo, el nacionalsocialismo, el fascismo... todos intentos espúreos de reemplazar a ese dios que nos había dejado huérfanos, asustados e inermes, ya fuera con la clase, con la comunidad, con la raza, con el estado... todas palabras altisonantes que mientras más parecían abarcar y más fuerte querían sonar más delataban las carencias metafísicas de sus portavoces.
Porque claro, si un hombre no es capaz de levantarse, como pedía Nietzsche a sus aspirantes a súper hombre, y crear él sus propios valores, elevar él sus propios criterios de verdad y no verdad, construir él, a fin de cuentas, su propia realidad (basta con repasar "Sobre verdad y mentira en sentido extramoral" y algunos capítulos de "La Voluntad de Poder"), entonces ese hombre estaría obligado a replegarse, a no ver la muerte de dios como una liberación de sí, y recurrir a sucedáneos que le ayudarán a no naufragar en un universo que no contenía ningún axis mundi, ningún eje rector, ningún en-sí perpetuo, inmutable, idéntico siempre a sí mismo, punto de referencia estable y perenne, cruz en el mapa, estrellita roja en mapcity.
Lamentablemente, con el fin de los socialismos reales, alguien se olió el triste final de las ideologías en cuanto referentes reemplazantes de dios. Pero en lugar de reivindicar la capacidad de los hombres, en cuanto individuos y en cuanto comunidad, de elevar sus propios criterios de verdad, dijo que ésta, si existía, la fijaba el mercado.
Y así llegó el paroxismo capitalista, y el paroxismo de su hermanastra, la democracia representativa. Un ciudadano, un voto. Mientras más votos obtienes, mayor es tu cuota de mercado. Y los que habían enarbolado por gran parte del siglo XX los grandes mitos convocadores, en lugar de jubilarse, se convirtieron en políticos pragmáticos, en dueños de pequeños feudos que administraban a través de una que otra gracia que hacían para la que la galeria les entregara a cambio unos cuantos votos, una cierta cuota de mercado.
Como era de esperarse, abusaron.
Creyeron que la muerte de los grandes relatos del siglo XX implicaba la ausencia total de un miserable esbozo de idea, y en lugar de transformar revoluciones grandilocuentes en propuestas serias, pensaron que éstas últimas también habían jubilado y bastaba con reemplazarlas por ofertazos.
Efectivamente, hoy no tiene sentido hablar de una revolución que engendre un hombre nuevo, o una nueva patria. Pero eso no significa conformarse con "bonos marzo" o "maz ezta'o". La ausencia de grandes relatos, arrastrados por el nihilismo, no significa ciudadanos hipnotizados por Yingo que sólo esperan una orden para hacer una fila y marcar una raya.
Esa mezcla de muerte de grandes ideales y banalización de la política termina generando a los desencantados, entre los que me cuento.
¿Qué nos queda entonces a nosotros por hacer en política?
La solución más fácil sería mandar todo a la mierda y rumiar nuestro desencanto en forma de gruñidos al televisor mientras vemos los noticieros.
O buscar el espacio en el que podamos meter una mano, quizás apenas un dedo, y podamos decir lo que pensamos, lo que soñamos, ya no para ese "hombre nuevo" que no llegará, sino simplemente para nuestros hijos.
Puede que aparezca ese espacio pequeñito, puede que no. Puede que incluso tengamos suerte y aparezca alguien en quien creamos escuchar lo que nosotros mismos diríamos. Y podemos trabajar por esas ideas, por esos sueños que se parecen tanto a los nuestros. Pero sin un criterio único de verdad. Porque al estar ausentes los grandes relatos, al estar ausente dios padre todopoderoso, sólo quedan nuestras interpretaciones del mundo, que pueden parecerse mas nunca coincidir exactamente. Y es ese diferencial, eso que el otro-parecido-a-mí hizo y que yo no habría hecho, eso que el otro-parecido-a-mí no hizo y que yo no habría dudado en hacer, lo que debemos tratar sino con simpatía, al menos con indulgencia. Puesto que los grandes juicios condenatorios en la plaza pública sólo pueden tener cabida cuando se tiene a mano un criterio único de verdad. Ese mismo que hoy ya no existe.
Cada uno sabrá hasta tolera el margen de diferencia. Cada uno sabrá qué porcentaje puede llegar a tolerar. Y por lo tanto, cada uno sabrá quién es hoy su aliado y quien está hoy en otro bando. Pero cada uno debe saber que el único derecho que no tiene es el de esperar de los otros lo que nosotros haríamos.

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